Los Güegüechos de gracia José y Agustina, conocidos en el pueblo con los
diminutivos de Don Chepe y la Niña Tina hacen la cuenta de mis años con granos de maíz,
sumando de uno en uno de izquierda a derecha, como los antepasados los puntos que
señalan los siglos en las piedras. El cuento de los años es triste. Mi edad les hace
entristecer.
—El influjo hechicero del chipilín —habla la Niña Tina— me privó de la conciencia
del tiempo, comprendido como sucesión de días y de años. El chipilín, arbolito de
párpados con sueño, destruye la acción del tiempo y bajo su virtud se llega al estado en que
enterraron a los caciques, los viejos sacerdotes del reino.
—Oí cantar —habla Don Chepe— a un guardabarranca bajo la luna llena, y su trino
me goteó de mielita hasta dejarme lindo y transparente. El sol no me vido y los días
pasaron sin tocarme. Para prolongar mi vida para toda la vida, alcancé el estado de la
transparencia bajo el hechizo del guardabarranca.
—Es verdad —hablé el último—, les dejé una mañana de abril para salir al bosque a
caza de venados y palomas, y, ahora que me acuerdo, estaban como están y tenían cien
años. Son eternos. Son el alma sin edad de las piedras y la tierra sin vejez de los campos.
Salí del pueblo muy temprano, cuando por el camino amanecía sobre las cabalgatas.
Aurora de agua y miel. Blanca respiración de los ganados. Entre los liquidámbares
cantaban los cenzontles. La flor de las verbenas quería reventar.
Entré al bosque y seguí bajo los árboles como en una procesión de patriarcas. Detrás
de los follajes clareaba el horizonte con oro y colores de vitral. Los cardenales parecían las
lenguas del Espíritu Santo. Yo iba viendo el cielo. Primitivo, inhumano e infantil, en ese
tiempo me llamaban Cuero de Oro, y mi casa era asilo de viejos cazadores. Sus estancias
contarían, si hablasen, las historias que oyeron contar. De sus paredes colgaban cueros,
cornamentas, armas, y la sala tenía en marcos negros estampas de cazadores rubios y
anima les perseguidos por galgos. Cuando yo era niño, encontraba en aquellas estampas
que los venados heridos se parecían a San Sebastián.
Dentro de la selva, el bosque va cerrando caminos. Los árboles caen como moscas en
la telaraña de las malezas infranqueables. Y a cada paso, las liebres ágiles del eco saltan,
corren, vuelan. En la amorosa profundidad de la penumbra: el tuteo de las palomas, el
aullido del coyote, la carrera de la danta, el paso del jaguar, el vuelo del milano y mi paso
despertaron el eco de las tribus errantes que vinieron del mar. Aquí fue donde comenzó su
canto. Aquí fue donde comenzó su vida. Comenzaron la vida con el alma en la mano. Entre
el sol, el aire y la tierra bailaron al compás de sus lágrimas cuando iba a salir la luna. Aquí,
bajo los árboles de anona. Aquí, sobre la flor de capulí...
Y bailaban cantando:
“¡Salud, oh constructores, oh formadores! Vosotros veis. Vosotros escucháis.
¡Vosotros! No nos abandonéis, no nos dejéis, ¡oh, dioses!, en el cielo, sobre la tierra,
Espíritu del cielo, Espíritu de la tierra. Dadnos nuestra descendencia, nuestra posteridad,
mientras haya días, mientras haya albas. Que la germinación se haga. Que el alba se haga.
Que numerosos sean los verdes caminos, las verdes sendas que vosotros nos dais. Que
tranquilas, muy tranquilas estén las tribus. Que perfectas, muy perfectas sean las tribus.
Que perfecta sea la vida, la existencia que nos dais. ¡Oh, maestro gigante. Huella del
relámpago, Esplendor del relámpago, Huella del Muy Sabio, Esplendor del Muy Sabio,
Gavilán, Maestros-magos, Dominadores, Poderosos del cielo, Procreadores,
Engendradores, Antiguo secreto, Antigua ocultadora, Abuela del día, Abuela del alba!...
¡Que la germinación se haga, que el alba se haga!”
Y bailaban, cantando...
“¡Salve, Bellezas del Día, Maestros gigantes, Espíritus del Cielo, de la tierra, Dadores
del Amarillo, del Verde, Dadores de Hijas, de Hijos! ¡Volveos hacia nosotros, esparcid el
verde, el amarillo, dad la vida, la existencia a mis hijos, a mi prole! ¡Que sean
engendrados, que nazcan vuestros sostenes, vuestros nutridores, que os invoquen en el
camino, en la senda, al borde de los ríos, en los barrancos, bajo los árboles, bajo los
bejucos! ¡Dadles hijas, hijos! ¡Que no haya desgracia ni infortunio! ¡Que la mentira no
entre detrás de ellos, delante de ellos! ¡Que no caigan, que no se hieran, que no se
desgarren, que no se quemen! ¡Que no caigan ni hacia arriba del camino, ni hacia abajo del
camino! ¡Que no haya obstáculo, peligro, detrás de ellos, delante de ellos! ¡Dadles verdes
caminos, verdes sendas! ¡Que no hagan ni su desgracia ni su infortunio vuestra potencia,
vuestra hechicería! ¡Que sea buena la vida de vuestros sostenes, de vuestros nutridores ante
vuestras bocas, ante vuestros rostros, oh Espíritus del Cielo, oh Espíritus de la Tierra, oh
Fuerza Envuelta, oh Pluvioso, Volcán, en el Cielo, en la Tierra, en los cuatro ángulos, en
las cuatro extremidades, en tanto exista el alba, en tanto exista la tribu, oh dioses!”
Y bailaban cantando.
Oscurece sin crepúsculo, corren hilos de sangre entre los troncos, delgado rubor aclara
los ojos de las ranas y el bosque se convierte en una masa maleable, tierna, sin huesos, con
ondulaciones de cabellera olorosa a estoraque y a hojas de limón.
Noche delirante. En la copa de los árboles cantan los corazones de los lobos. Un dios
macho está violando en cada flor una virgen. La lengua del viento lame las ortigas. Bailes
en las frondas. No hay estrellas, ni cielo, ni camino. Bajo el amor de los almendros el barro
huele a carne de mujer.
Noche delirante. Al rumor sucede el silencio, al mar el desierto. En la sombra del
bosque me burlan los sentidos: oigo voces de arrieros, marimbas, campanas, caballerías
galopando por calles empedradas; veo luces, chispas de fraguas volcánicas, faros,
tempestades, llamas, estrellas: me siento atado a una cruz de hierro como un mal ladrón;
mis narices se llenan de un olor casero de pólvora, trapos y sartenes. Al rumor sucede el
silencio, al mar el desierto. Noche delirante. En la oscuridad no existe nada. En la
oscuridad no existe nada...
Agarrándome una mano con otra, bailo al compás de las vocales de un grito ¡A-e-i-ou!
¡A-e-i-o-u! Y al compás monótono de los grillos.
¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡No existe nada! ¡No existo yo, que
estoy bailando en un pie! ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡U-o-i-e-a! ¡Más! ¡Criiii-criiii! ¡Más!
Que mi mano derecha tire de mi izquierda hasta partirme en dos —aeiou— para seguir
bailando —uoiea— partido por la mitad —aeiou—, pero cogido de las manos —¡criiii...
criiii!
Los güegüechos oyen mi relato sin moverse, así como los santos de mezcla embutidos
en los nichos de las iglesias, y sin decir palabra.
— Bailando como loco topé el camino negro donde la sombra dice: “¡Camino rey es
éste y quien lo siga el rey será!” Allí vide a mi espalda el camino verde, a mi derecha el
rojo y a mi izquierda el blanco. Cuatro caminos se cruzan antes de Xibalbá.
Sin rumbo, los cuatro caminos érame vedados; después de consultar con mi corazón,
me detuve a esperar la aurora llorando de fatiga y de sueño.
En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas: ojos, manos,
estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para
enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían
las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la
luna, las estrellas, el cielo y la tierra.
Los caminos se enroscaron y el paisaje fue apareciendo en la claridad de las distancias
enigmático y triste, como una mano que se descalza el guante. Líquenes espesos
acorazaban los troncos de las ceibas. Los robles más altos ofrecían orquídeas a las nubes
que el sol acababa de violar y ensangrentar en el crepúsculo. El culantrillo simulaba una
lluvia de esmeraldas en el cuello carnoso de los cocos. Los pinos estaban hechos de
pestañas de mujeres románticas.
Cuando los caminos habían desaparecido por opuestas direcciones —opuestas están las
cuatro extremidades del cielo—, la oscuridad volvió a esponjar las cosas, colándolas en la
penumbra hasta hacerlas polvo, nada, sombra.
Noche delirante. El tigre de la luna, el tigre de la noche y el tigre de la dulce sonrisa
vinieron a disputar mi vida. Caída el ala de la lechuza, lanzárnosle al asalto; pero en el
momento de ir garra y colmillo a destrozar la imagen de Dios —yo era en ese tiempo la
imagen de Dios—, la medianoche se enroscó a mis pies y los follajes por donde habían
pasado reptando los caminos, desanilláronse en culebras de cuatro colores subiendo el
camino de mi epidermis blando y tibio para el frío raspón de sus escamas. Las negras
frotaron mis cabellos hasta dormirse de contentas, como hembras con su machos. Las
blancas ciñéronme la frente. Las verdes me cubrieron los pies con plumas de kukul. Y las
rojas los órganos sagrados...
—¡Titilganabáh! ¡Titilganabáh! ... —gritan los güegüechos—. Les callo para seguir
contando.
—Aislado en mil anillos de culebra, concupiscente, torpe, tuve la sexual agonía de
sentir que me nacían raíces. La noche era tan oscura que el agua de los ríos se golpeaba en
las piedras de los montes, y más allá de los montes, Dios, que hace a veces de dentista
loco, arrancaba los árboles de cuajo con la mano del viento.
—¡Noche delirante! ¡Bailes en las frondas! Los encinales se perseguían bajo las nubes
negras, sacudiéndose el rocío como caballerías sueltas. ¡Bailes en las frondas! ¡Noche
delirante! Mis raíces crecieron y ramificándose estimuladas por su afán geocéntrico.
Taladré cráneos y ciudades, y pensé y sentí con las raíces añorando la movilidad de cuando
no era viento, ni sangre, ni espíritu, ni éter en el éter que llena la cabeza de Dios.
—¡Titilganabáh! ¡Titilganabáh!
—A lo largo de mis raíces, innumerables y sin nombres, destilóse mi palidez centrina
(Cuero de Oro), el betún de mis ojos, mis ojeras y mi vida sin principio ni fin.
—¡Titilganabáh!
—Y después... —concluí fatigado—, sus personas me oyen, sus personas me tienen,
sus personas me ven...
¡A medida que taladro más hondo, más hondo me duele el corazón!
Pero acuérdeseme ahora que he venido a oír contar leyendas de Guatemala y no me
cuadra que sus mercedes callen de una pieza, como se les hubiesen comido la lengua los
ratones...
La tarde cansa con su mirar de bestia maltratada. En la tienda hace noche, flota el
aroma de las especias, vuelan las moscas turbando el ritmo de la destiladera, y por las pajas
del techo la luz alarga pajaritas de papel sobre los muros de adobe.
—¡Los ciegos ven el camino con los ojos de los perros!... —concluye Don Chepe.
—¡Las alas son cadenas que nos atan al cielo! ... —concluye la Niña Tina.
Y se corta la conversación.
Miguel Angel Asturias.
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